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En mi opinión, el arte de género de las últimas
décadas viene actuando como el gran ensayo general para
las profundas transformaciones del arte en el siglo XXI. ¿Hacia
dónde vamos? Obviamente esta pregunta sólo puede
funcionar de modo retórico. Pero creo que comienza a
dejar de ser ya discutible el agotamiento de un ciclo histórico
largo, con la consecuente redefinición del arte. De momento,
nos encontramos de pleno en un periodo de transición.
Es inevitable, por tanto, la coexistencia de diversas maneras
de decir arte, que en principio no deberían oponerse,
conviviendo en el espacio idílico de la libertad artística.
Sin embargo, (y aquí, en España, lo podemos decir
por experiencia propia) las transiciones son críticas
por definición. Las virtuales aperturas del transitar
a menudo conducen a la misma autopista general. Ese previsible
destino da sentido a nuestro actuar en el presente -quizá
en las décadas que nos restan de obligada contribución
histórica- y, desde luego, da respuesta a la pregunta
¿por qué discutimos, ratificamos o censuramos?
La mirada en retrospectiva hacia el siglo XX habla de un periodo
de extremismos, regido por la homogeneidad de la razón
tecnocrática del modernismo y sus dramáticas consecuencias.
La supervivencia de la democracia ha supuesto así toda
una serie de privaciones para el sujeto: se trata del dominio
de los canales de socialización en su empeño de
imponer un pensamiento uniformado, absurdamente puritano y que,
bajo muy diversos revestimientos ideológicos (p.e., Baudrillard),
hace gala del deseo insatisfecho, metáfora última
de un esquema bipolar, mantenedor de la estructura de dominación,
pero muy eficaz, como dispositivo de interiorización
colectiva, y sobre todo individual. Lo característico
del fin de la Modernidad (en sentido cronológico pero
también de su finalidad), en su vocación "panóptica",
ha sido la legislación y represión (implícitas
y explícitas) de las experiencias privadas y los espacios
del sujeto (entendido siempre como inter-relacional). Por ejemplo,
la virulencia paranoica del Estado frente a la ingerencia de
drogas creo que es paradigmática e inédita desde
una perspectiva antropológica. (Pero lo mismo podría
decirse de la intolerancia respecto a la homosexualidad, después
del periodo bélico de las dos Guerras mundiales, reafirmante
del estereotipo de lo viril; de la obsesión persecutoria
y reactiva a la decisión individual de la reproducción
femenina; o de la agorafobia colectiva impuesta tras la creciente
exclusión de los sujetos, por privatización estatal-empresarial
de los espacios públicos). Por eso, lo característico
de los pensamientos críticos desde la década de
los sesenta no radica (tanto) en la contestación a los
sublimes y graves discursos de la Modernidad, sino que más
bien se fundan, afirmativamente, en la vuelta de lo reprimido,
dando ocasión al "mal de archivo", que deconstruye
la herencia del pasado pulverizando la linealidad de su legado,
y que anima las pesquisas sobre lo menor y lo marginal: La "diferencia",
la "subversión", las "disidencias",
las "tácticas", los "intersticios",
etcétera, conforman el vocabulario de esta narratividad:
es decir, relato ficcional y, de nuevo, necesariamente en cuanto
relato, personal. Y por ello, instaurador del espacio del sujeto.
La fascinación (o, si se quiere, la atracción
aglutinante) que ejerce el feminismo se debe a que quizá
como ningún otro movimiento de pensamiento, político
o artístico, se presenta íntimamente conectado
a la memoria de las identidades "marginales", a la
vez que ejemplifica y se ha apropiado del discurso de la diferencia,
ampliando la agenda de lo politizable hacia la esfera de lo
privado y, sobre todo, poniendo en práctica las reivindicaciones
de justicia histórica, equidad y tolerancia. En este
sentido, se puede hablar estrictamente del arte feminista como
una vanguardia, que modeliza, con sus luces y sombras, en su
proceso, la viabilidad de los cambios profundos en las prácticas
artísticas bajo la consigna "Lo personal es político",
retomada una y otra vez hasta convertirse en la premisa fundamental
del arte feminista.
De hecho, en mi opinión, la reflexión sobre esta
reciente, pero compleja y a la vez sólida tradición
del arte feminista queda muy debilitada si no se tiene en cuenta
los efectos de la dialéctica repetitiva que muestra en
su expandirse. Por ejemplo, el relanzamiento en la década
de los 90 de los principios constructivos de "lo personal
es político" tal como había sido comprendido
durante los 70, además de ser uno más entre los
múltiples desafíos del feminismo a la tradición
artística moderna, que durante más de un siglo
parece haber estado regida por la regla de la novedad formal,
no responde tanto a una contrarrevuelta opuesta a las eficaces
estrategias de crítica de la representación de
los 80 (pero como suele señalarse rápidamente
absorbidas por el mainstream), como básicamente la incorporación
de una nueva generación de artistas, nacidas en los sesenta,
y que vuelven a pasar casi ex novo por la conversión
iniciática del feminismo (engrosando esa literatura artística
testimonial tan característica). ¿Puede ser el
feminismo, por tanto, como se preguntaba Kristeva (Tiempo de
mujeres) ya al final de los setenta, una nueva religión?
Desde luego, el feminismo expandido es el resultado de un proceso
autocrítico que se ha distanciado de la noción
de "La Mujer" para aglutinar toda serie de diferencias.
Pero el hecho es que, como antes señalaba, en esta tradición
la noción de experiencia y de praxis es fundamental.
Puesto que, como advierte p.e. Bourdieu (La dominación
masculina), la supuesta "toma de conciencia" consecuente
al reconocimiento de la dominación patriarcal no implica
un "atajo intelectual" si carece de la modificación
en las disposiciones prácticas que ponen en evidencia
"la opacidad y la inercia que resultan de la inscripción
de las estructuras sociales en los cuerpos".
Tanto desde la perspectiva sociológica de Bourdieu como
desde la psicoanalítica de Kristeva, la contradicción
estructural de los grupos estigmatizados y reivindicativos,
como lo es el arte feminista (y también el "expandido"
o de género), implica "una oscilación entre
la anulación y la celebración de la diferencia".
Esta oscilación se diversifica, por tanto, en un abanico
de posibilidades del reciente ingreso de las mujeres en el mundo
del arte: desde la adhesión a las llamadas "élites
discriminadas", que bajo un feminismo de la igualdad o
universalista interiorizan los tradicionales roles y principios
ideológicos masculinos en el disfrute de las posiciones
de poder conquistadas -neutralizadas por lo que Jane Gallop
ha llamado el "aguijón" del patriarcado, cuya
función es reducir cualquier subjetivismo al "sujeto
neutro, que [en sí mismo] no es más que una imagen
asexuada y sublimada de un ser de sexo masculino"- hasta
el sexismo reactivo y, por ello, francamente marginal. Se trata,
en cualquier caso, de la necesidad de adopción de estrategias
adaptativas a "las variadas formas de oposición
aparecidas".
De aquí el imperativo de la pragmática, incluso
en su acepción más posibilista. Ya que el arte
feminista tiene que enfrentarse a problemas internos del campo
artístico pero también a las presiones políticas
externas para el mantenimiento de dicho campo artístico
establecido.
Un ejemplo interesante de la complejidad de la situación
de las mujeres en la estructura patriarcal de producción
y transmisión de los valores simbólico-artísticos
y de las dificultades del "compromiso" o "activismo"
del arte feminista es la del grupo Guerilla Girls, surgido al
final de los años 80 como respuesta al "reatrincheramiento"
del mundo del arte. Al menos paradójica, dice p.e. Danto,
es la postura de las Guerrilla Girls cuando atacan al museo
reclamando precisamente su inclusión-consagración
de artistas mujeres: por lo que concluye: "Sus medios son
radicales y deconstructivos, pero sus metas son totalmente conservadoras"
(Danto, Después del fin del arte). Pero realmente ¿es
tan "incoherente" y "conservador" exigir
la revisión del "archivo", de la historia del
arte y de su instancia de consagración, el museo, una
vez constatado su carácter nomológico, legislativo,
y por tanto la trascendencia que ello tiene en la aceptación
pública de la marginación histórica? ¿Podemos
reconstruir de otro modo el presente y el futuro si no es a
partir de una reescritura de la memoria y la utilización
de las instituciones existentes, como el museo, hasta donde
éste pueda llegar, a pesar de que muchas de las prácticas
artísticas feministas actuales estén rebasando
sus límites y horizontes?
De acuerdo con Lynn Alice, en su discusión sobre el
posfeminismo: "No veo razón por la que no podamos
luchar en todos los frentes a la vez". Es más, creo
que la estructura nos impele a llevarlo a cabo. Las artistas
feministas se ven abocadas a la confrontación tanto ante
la oposición conservadora a la toma de control por parte
de "(la) artista como productora" de las técnicas
de creación-colaboración y distribución,
que desencadena inevitablemente la ruptura con la estructura
mercantil-institucional de la autonomía de lo artístico,
como a defenderse de la acusación de erosionar por ello
el valor del arte, mientras contempla que (como en cualquier
otro ámbito en el que se incrementa significativamente
la "tasa de feminización", como la educación
o la sanidad), las actuaciones en el campo artístico
vienen sujetas a una instigación redoblada sobre sus
límites.
Por otra parte, tampoco desde la izquierda le va mucho mejor.
A pesar de la constancia de las contribuciones de las artistas
al mantenimiento del arte vanguardista de las tres últimas
décadas del siglo XX, de la honda reconversión
de la historiografía del arte, de los cambios que han
forzado en el nivel institucional, pero sobre todo a pesar de
la contribución teórica y práctica en la
visibilidad de las minorías y las diferencias, y en el
propio arte público, cuya última denominación
de "nuevo género de arte público" da
cuenta de la directriz marcada por destacadas artistas [Martha
Rosler, Suzanne Lacy, Mierle Laderman Ukeless, ....], cuyos
trabajos están gobernados por el concepto de colaboración
con diversos colectivos sociales (los homless, la infancia,
los asalariados de limpieza de la ciudad de Nueva York, los
afectados por la violencia doméstica), sin embargo, como
digo, la imbricación de lo feminista y lo político
sigue acusando fricciones, al ser menospreciada la eficacia
probada y el potencial, todavía caudaloso, de "lo
personal es político".
Tanto desde el análisis de la crítica artística
como desde posicionamientos estrictamente políticos,
se tiende a aislar y compartimentar la tradición del
arte de género, con la intención de tratarlo como
un viejo ismo o una "nueva" tendencia más,
escindiéndolo de las prácticas artísticas
inmersas en lo público, así como al tiempo el
feminismo queda recusado por su enclaustramiento en reivindicaciones
que se entienden parciales o por su supuesto rechazo al ingreso
en el movimiento social en su conjunto.
Pero, efectivamente, con demasiada frecuencia la "tradición
del arte de género" soporta, junto a otras tendencias
vanguardistas que a la postre han resultado ser menos resistentes,
la objeción de ser un "izquierdismo de galería",
un "remedio homeopático" para el mundo comercial-institucional
del arte, con esas pequeñas dosis de críticas
cuyo efecto es la inmunización del sistema.
En su artículo "Agorafobia" (1996) Rosalynd
Deutsche muestra los argumentos principales de este debate.
De una parte, la reticencia de algunos críticos receptivos
al arte activista como George Yúdice ("For a Practical
Aesthetics", 1990), para quien las propuestas del arte
feminista siguen quedando inscritas en el "marco institucional",
sin terminar de superar su carácter no-público.
El argumento, sin embargo, sería rebatido por feministas
como Jacqueline Rose (Sexuality in the Field of Vision, 1986),
aduciendo que "trabajar sobre las imágenes y sobre
la subjetividad sexuada amenaza la clausura que asegura el marco
institucional". En este sentido, la mirada sexuada subvertiría
la experiencia estética desinteresada y neutral, transgrediendo
los límites "privados" del museo, reconvertido
entonces en un nuevo espacio político.
Por otra parte, desde la puesta en tela de juicio de la propia
ideología el arte de género, Deutsche nos cuenta
cómo el reputado crítico e historiador Thomas
Crow, en unas "Discusiones sobre Cultura Contemporánea"
(1987), habría llegado a afirmar que el feminismo y otros
nuevos movimientos sociales eran responsables de la desaparición
de la esfera pública del arte, ya que estos nuevos movimientos
habrían "balcanizado" al público de
arte, disgregándolo. Lo que hace suponer que hay un espacio
político único. Pero, como sentencia Deutsche,
sin embargo, hace tiempo que los feminismos rechazaron "esta
imagen política porque han visto que históricamente
ha servido al objetivo de relegar al género y la sexualidad
a meros auxiliares de la crítica de aquellas relaciones
sociales que se consideraban más fundamentalmente políticas",
pero que sistemáticamente olvidaban las diferencias,
mientras los problemas concretos pasaban a engrosar las estadísticas.
Subversión a través de la mirada sexuada, pero
también a través de las técnicas productivas-colaborativas,
en mi opinión, el feminismo expandido sigue desempeñando
con opciones plurales el papel de contrapoder fáctico
que el arte aún hoy puede ofrecer como espacio residual
de reflexión, organización y acción frente
a la política del aislamiento de los individuos. Incluso
rentabilizando paradójicamente las funciones asignadas
por la dominación patriarcal: como sujeto tradicional
de las "tácticas" ocultas y cotidianas de la
necesidad y también de los placeres característicos
de los sometidos, como signo o instrumento utilizado en el intercambio
de los valores simbólicos, como sujetos expulsados del
ágora. Esa nostalgia por el retorno debería contribuir,
como proponía Foucault, no sólo "simplemente
a defendernos, sino también a afirmarnos, no sólo
como identidad, sino también en tanto fuerza creadora:
(...) Debemos crear placeres nuevos" (Entrevista,1982).
Las transformaciones del arte en el presente han de engrosar
ese elenco.
*Conferencia impartida en El Escorial, Madrid, 31 de julio de
2001.
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