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A principios de los años 90, recién terminada
la carrera, se me invitó a que entrara a formar parte
de lo que entonces era uno de los institutos de cultura más
prestigiosos del estado español: El 'Juan Gil-Albert'.
Debo decir que, al igual que otras dos compañeras, entré
por cuotas. Hasta ese momento había sido una entidad
presidida, dirigida y gestionada exclusivamente por varones.
Eso sí, y permítaseme la ironía, el cuerpo
de secretariado era 100% femenino. Yo carecía absolutamente
de experiencia en lo que, posteriormente, ha sido mi trabajo:
el comisariado y la coordinación de exposiciones. Debo
decir que fui una absoluta privilegiada por haber estado en
aquella institución durante 4 años, cargo que
compatibilizaba con una beca de investigación en la Universidad
de Alicante.
Durante este tiempo me esforcé por aprender en un campo
que, hasta esos momentos, en Alicante estaba en manos masculinas.
Ellos eran los artistas, los gestores y los críticos
-que no los galeristas-. Por otra parte, en esta ciudad se producía
un hecho que, más tarde, pude comprobar se repetía
por igual en la mayoría de capitales españolas:
las infraestructuras expositivas que en su mayoría se
habían creado en los años 80 estaban ocupadas
por profesionales que habían aprendido haciendo, gestionando.
Personas que provenían del mundo de la gestión
o, como mucho, eran artistas. Por entonces empezaban a impartirse
en España los primeros masters de gestión
cultural o cursos de comisariado de exposiciones. (En los 70
no había ni Reina Sofía, ni IVAM, ni Rekalde,
ni Tàpies. La Parpalló en Valencia, la March en
Madrid o la Caixa en Barcelona eran casi la oferta total de
infraestructuras artísticas, el resto se completaba con
algunas galerías. En los 80 se comienza a fraguar lo
que hoy conocemos como una red de espacios expositivos por todo
el estado español, a crearse no sólo los grandes
museos sino también las salas de las poblaciones más
pequeñas o las salas especializadas)
Aunque sigue ocurriendo, a principios de la década de
los 90 era difícil que en marzo no se justificara la
corrección política de las instituciones organizando
'una de mujeres'. Los primeros pasos para hacer este tipo de
exposiciones sólo de artistas mujeres se dieron en EEUU
con actos reivindicativos que ponían en evidencia la
escasa representación de las artistas en los museos y
en las exposiciones de carácter colectivo. En concreto
las muestras que a finales de los 70 saludaban el retorno a
la pintura excluyeron a casi todas las artistas.
En España también se hacían exposiciones
de mujeres. Y esto es lo que provocó mi reacción:
'la de mujeres' que se organizó ese año en Alicante.
Porque no era una exposición de artistas, ni de tesis,
sino sólo de mujeres porque eran mujeres. Como si los
jóvenes debieran exponer por ser jóvenes y no
por su calidad. Aquella exposición fue terrible porque
teóricamente representaba a las artistas mujeres y en
su mayoría no tenían calidad. Y esto me recordó
que cuando era escolar un profesor bastante carca me invitó
a participar en el periódico del colegio abriendo una
sección femenina, a lo que me negué aduciendo
que por qué tenía que contentarme con una pequeña
sección cuando podía tener todo el periódico.
Sin embargo me pareció oportuno aprovechar la existencia
de las cuotas y de la inercia del 8 de marzo para hacer otra
cosa. Invité al artista Pep Miralles a organizar una
exposición y nos pusimos a rastrear obra.
No queríamos hacer una exposición de chicas sino
una muestra de tesis. No hacer 'otra de mujeres' sino conocer
el trabajo de aquellas artistas mujeres que tocaran las cuestiones
de género en su trabajo. No teníamos miedo de
caer en contradicciones. De hecho partíamos de la idea
de que las identidades no nacen, no son esenciales, sino que
se construyen, por lo que la exposición, que tenía
como contundente subtítulo 'La construcción de
la identidad femenina', se basculaba con el título Territorios
indefinidos que hacía alusión a que nada quedaba
cerrado, a que nos encontrábamos en arenas movedizas,
en constante cambio. Porque no abogábamos por un sólo
espacio, sino por la oportunidad de habitar los existentes y
poder crear otros nuevos. Por ello desde el principio el argumento
se basó en el respeto a la multiplicidad de los discursos,
en sus ricas fluctuaciones; por ello convivían conjuntamente
los gritos y los susurros, las reivindicaciones y las intuiciones,
en un continuo encontrarse pero sin impedirse la existencia.
A diferencia de otras exposiciones que parten de una tesis más
o menos cerrada del comisario, nosotros entendimos la exposición
como una investigación basada en el resultado de un trabajo
de campo. Queríamos que el discurso fuera diseñado
por las propias artistas, que el rastreo condujera al discurso.
Estuvimos trabajando todo un año y llegamos a conocer
la obra de 122 artistas que nos enviaron su dossier y que decían
trabajar sobre la cuestión. Aunque la obra de arte contemporánea
es de interpretación abierta, sí pudimos hacer
una especie de taxonomía por temas, iconografía
y por materiales y técnicas, que nos ayudó a la
selección. Deseábamos que todos los discursos
estuvieran presentes y no una muestra de artistas conocidas
que salían en el Lápiz. Por ello, en la
selección final había creadoras cuyo trabajo hace
años que se ve en España junto a otras absolutamente
noveles. Se encargaron textos a África Vidal, Estrella
de Diego y a Ana Carceller y Helena Cabello, además de
un pequeño texto mío.
Debo recordar que, como he dicho antes, la nuestra no era la
primera exposición de este tipo que se hacía en
España. Ni mucho menos en el extranjero. Los antecedentes
más importantes provenían de EEUU con un incipiente
protofeminismo artístico en los años 60 -pensemos
en la obra esencialista de Shigueko Kubota- y las actitudes
políticas de colectivos como War o Guerrilla Girls en
los 70 y 80.
El antecedente fundamental de esta exposición era 100%
y había sido comisariada en Sevilla por Mar Villaespesa
en el año 1993. La exposición, organizada por
la Junta de Andalucía, reunía a 10 creadoras andaluzas
y se planteaba crear un marco de discusión sobre estas
cuestiones. Villaespesa planteaba en el texto de su catálogo
que su exposición mostraba "exclusivamente obras
de artistas andaluzas por imperativos técnicos"
y consideraba necesario ampliar el marco local y expandir los
discursos en diálogo con el de otras comunidades autónomas.
Precisamente eso es lo que intentaba hacer Territorios Indefinidos
como hija de 100%. La muestra tuvo una primera lectura
en el Museo de Arte Contemporáneo de Elche en marzo de
1995 y otra segunda en junio en la galería Luis Adelantado
de Valencia.
Durante el rastreo es preciso decir que algunas artistas -muy
pocas- se negaron a participar al criticar el hecho de que la
exposición incidía en la división por géneros
de la sociedad -división por otra parte existente-; que
con exposiciones como estas se alimentaban los ghetos. No estoy
de acuerdo. Era una exposición de tesis sobre las cuestiones
de género en el arte contemporáneo español
más reciente y quienes trabajan estas cuestiones, tan
en boga en aquellos momentos y aún ahora, eran fundamentalmente
artistas mujeres. Porque se puede hacer una exposición
sobre el cuerpo, o sobre los borrosos límites entre la
realidad y la ficción, por poner dos manidos ejemplos,
y no hay problema, sin embargo una exposición sobre género
despertaba inmediatamente las sospechas incluso de artistas
cuyo trabajo rondaba abiertamente estas cuestiones.
La exposición se basaba en un discurso de carácter
temático -dice Hélène Cixous que es preciso
"que la mujer escriba sobre sí misma, que la mujer
escriba de la mujer"-. Aparecían algunos elementos
que nos envuelven y construyen: la casa, como ámbito
y espacio propio; el cuerpo; la infancia y, finalmente, la imagen
que se ha creado de las mujeres en el ámbito cultural
occidental. Por supuesto no puedo negar que pudo escaparse alguna
voz, pero llegó un momento en el que considerábamos
haber analizado ya el suficiente material como para ofrecer
nuestra propuesta. Esta era una exposición, una opción
que no excluía otras miradas.
El argumento expositivo comenzaba en una obra que rescatada
de la trama del museo de arte contemporáneo de Elche
-el primer espacio donde se mostró. Era un cuadro de
Isabel Villar del año 1972; el raptar exclusivamente
esta pieza del argumento total del museo, nos situaba en una
postura que aunaba lo político y lo artístico.
Ni que decir tiene que los artistas representados en el museo
eran fundamentalmente varones, algo que se entiende si aclaro
que los fondos del museo se constituyen con arte español
de los años 60 y 70. Isabel Villar y Amalia Avia eran
artistas de esta época que estaban representadas; de
entre estas dos, Villar presentaba una obra que podía
estar en concordancia con la reflexión de esta muestra.
Mujer y tigre (1972), bajo un lenguaje naïf, participaba
de la idea de la mujer ligada a la naturaleza orgánica,
a lo irracional. Los arquetipos creados sobre el género
como sustento de la belleza y objeto del 'voyeurismo' masculino,
no son exclusivamente iconográficos, sino que hay toda
una serie de lugares y actitudes comúnmente asignados
a las mujeres. En Las Bellas imágenes, Beauvoir
pone en boca de un abogado la siguiente frase: "las mujeres
son encantadoras, y muchas tienen talento, pero como no tienen
fuerza ni autoridad, ni el sentido teatral necesario, no pueden
defender un sólo caso en la Audiencia". Encontramos
la relación prefijada del XIX -intelectual/físico,
activo/pasivo, razón/sentimiento, autoridad/piedad -;
la mujer sólo es madre, y esto la liga a la naturaleza.
A partir de aquí empezaba la exposición propiamente
dicha.
Intenté que el argumento de la exposición partiera
de la primera experiencia. Y ese inicio se encuentra en la infancia,
situada como el espacio de la Totalidad, ese momento en el que
no existe aún la separación por sexos, la construcción
del género, es el instante en el que Adán y Eva
son uno. Por tanto el espacio de la infancia es identificado
con la libertad y la creación. Esta vuelta puede ser
lírica pero sin añoranza, sin regodearse en la
pérdida -Concha García, Quisiera ser
tan alta...-, recuerda la relación de los juegos
infantiles con el aprendizaje, con nuestro primer acercamiento
al mundo. El que observa la infancia con nostalgia, con la tristeza
de haber perdido la posibilidad del descubrimiento, del aprendizaje,
sueña, como dice Benjamin, "en cómo aprendió
a andar. Pero no le sirve de nada. Ahora sabe andar, pero nunca
jamás volver a aprenderlo." No hay vuelta atrás.
Otras obras estarían en la misma línea de implicación
formal con la infancia. En este caso se encuentra la obra de
Alejandra Icaza; la conforma toda una serie de bloques
con referencias formales a los mecanos infantiles, junto con
otra serie de objetos que representan lo pobre -el taco de tiza-
y lo blando o lo algodonoso que se puede morder con unas encías
que carecen de dientes; sin embargo estos materiales están
aplicados ya a referentes tradicionalmente femeninos como el
carrito de llevar la muñeca o las materias orgánicas
utilizadas para jugar a las cocinitas. La imagen aprendida al
mismo tiempo que el número, la matemática y la
razón, es el zapato de tacón. No se da tampoco
el carácter nostálgico, ni una defensa de la androginia
perdida, sino el análisis de las primeras experiencias
como género.
La tercera visión de este mundo, en un grado de menor
a mayor desde la visión idílica de García
a la mezcla de aprendizaje y manipulación de Icaza, nos
lleva a la instalación Lo intentan de Elena
Blasco, verdadera pionera en España de este tipo
de cuestiones; Blasco utiliza una iconografía infantil
-lo colorista, lo sencillo, la frescura- aparentemente inocente,
con toda una carga sibilina y política de mensajes feministas.
Juega de hecho con aquellos elementos que se consideran tradicionalmente
asignados a los dos géneros para, de esta manera, entrar
sorpresivamente por la puerta de atrás -cilindro=mujer,
cubo=varón-. De nuevo, como en Icaza, aparece el animal
y el cazo junto con el vestido -naturaleza-hogar-mujer-. Intentan
comunicarse.
Este aprendizaje, es también el punto de partida de una
idea proyectada del deseo y de las fantasías de futuro
ligadas permanentemente a la relación sentimental, al
omnipresente varón, a ese príncipe azul que nos
despertar del sueño en el que teóricamente estamos
inmersas. Cuando besamos la rana, en los cuentos infantiles,
la princesa transforma su vida, se pliega a los deseos del varón,
ha sido su amor sin límites el que lo ha salvado -Nekane
Zaldua, Chúpalo-. De nuevo, y como analizan
Ana Carceller y Helena Cabello, "tras las apariencias deliciosas
de las obras de Zaldúa, se esconde el lado siniestro
de una realidad adulta".
La realización del deseo, es decir la experiencia real
de la relación afectiva, se vivifica en ocasiones como
frustración de esa fantasía, y nos enfrenta al
desnivel producido por la diferencia entre las narraciones felices
de la literatura romántica o el imaginario cinematográfico
y nuestras experiencias personales; esta vivencia se expresa
en el vídeo Basic Kit de Nuria Canal. Canal,
mezcla la voz en 'Off.' de una amiga suya que relata su truncada
relación sentimental, con imágenes provenientes
de diversos "culebrones" televisivos.
La Madonna de Carme Saumell, liga el arquetipo
mujer- niña, con el de mujer-madre. La imagen de la anciana
con la muñeca se sitúa en una relación
jerárquica en relación con el resto de elementos
de la instalación, que produce la idea de adoración
y se complementa con el desequilibrio de la superposición
inestable de las banquetas; ante el arquetipo de lo femenino
procreador, la mujer-útero, resitua el problema de la
maternidad y cuestiona su esencia natural. Se puede ser madre
sin haber parido, se puede ser mujer sin haber sido madre.
El espacio de la niña, es el espacio del hogar. La niña
pasa de la habitación infantil -como Ana Carceller y
Helena Cabello planteaban en el prólogo del catálogo-
a otras estancias de la casa -ese interior-privado- de la mano
de otras figuras femeninas: la madre y la abuela, tema expresado
en las fotografías de Ana Casas. Casas se fotografía
sin ningún tipo de falso pudor con su abuela desnuda,
sin jerarquías -no es el tema de las tres edades-; es
un recorrido por los vínculos emocionales y protectores
que unen a las mujeres de una misma familia. Estas relaciones
se establecen en el ámbito privado del hogar y, de ellas,
se suelen autoexcluir los varones de la familia.
La experiencia en el ámbito de lo privado no se ancla
en entenderla sólo como una situación de reclusión
y, por tanto, de castración, aunque no se olvida la Femme-Maison
de Louise Bourgeois; los elementos de la casa se exorcizan al
convertirse en los referentes, bien cercanos o lejanos, de realizaciones
artísticas. En este caso estaban las obras Vajilla
o Pilas de Olga Adelantado que ligaban la
Hª del Arte Contemporáneo -tienen claras referencias
a ciertas obras de Smithson-, las referencias del hogar y la
confusión del cuerpo con la casa. Por otra parte, Suspicius
mind de Gema Intxausti, que formalmente se entronca
con la tradición de la escultura vasca contemporánea
iniciada por Oteiza, incluye como alternativa un tamaño
menor, una obra escasamente física desde el punto de
vista de su peso, y la inclusión entre sus rendijas,
sus pliegues, de bayetas de colores-. Finalmente, Teresa
Lanceta hace una reinterpretación de lo que se ha
considerado artesanía, al estar ligado tradicionalmente
a las clases populares y a la mujer -hecho ya reivindicado en
el llamado feminismo de la segunda ola-, en unos zurcidos que,
como acertadamente afirman Ana Carceller y Helena Cabello, "parecen
surgir de una idea de la reparación en lugar de la creación
de un original a partir de la nada".
Imbricada en el problema de esta separación por esferas
llevada a cabo en el siglo XIX, Patricia Gadea, por medio
de un 'collage' de ideas y de imágenes recontextualizadas,
incide, con un golpe contundente, en el sentido alienador de
la llave inglesa patriarcal. El asalto a la esfera de lo público
demandado por las primeras feministas mediante argumentos de
igualitarismo a ultranza y que se entendía como una prioridad,
es hoy cuestionado. En esta puesta en duda se imbrica la intervención
urbana de Amada Esteban y Bárbara Sebastián;
la consideración de que la 'aspiración' a un puesto
de trabajo sea una 'sublime obsesión' para la mujer promulgada
por revistas tipo Cosmopolitan que propician un nuevo
tipo de mujer agresiva, es, según estas artistas "un
producto del sistema masculino" que esconde el peligro
de que la adaptación de la mujer a este sistema acabe
masculinizándola, y, por tanto, enajenándola.
El sistema masculino basado en la competitividad, el propio
concepto de poder, es puesto en cuestión. Se reivindican,
frente a este, posturas m s tradicionalmente femeninas, relacionadas
con la protección y desarrolladas en el ámbito
de la familia, como es la solidaridad, que se presenta como
alternativa a la violencia en las 'performances' de Pilar
Albarracín.
El cuerpo como recreación de lo femenino aparece en un
importante número de ocasiones; se enfatiza precisamente
lo femenino primario -la vagina- que nos define instantáneamente
al nacer, que tantos temores ha despertado fundamentalmente
en el siglo XIX -vagina dentada- y que fue exorcizado por medio
de la idea de la 'femme fatale' como indica Bornay en su Hijas
de Lilith -un ejemplo que cuestiona esta imagen es la obra
Elogio de Begoña Montalbán-; este
peligro fue también popularmente anulado con el famoso
olor a pescado que relaciona suciedad y mujer -Nekane Zaldua-;
lo sexual secundario -los senos-, aparece en un segundo término.
Con respecto al cuerpo había dos discursos básicos
que, por su simple existencia, desemantizaban y en cierto modo
desiconificaban, las imágenes tradicionales: el cuerpo
como ente biológico, como expresión de la sexualidad,
del dolor y del placer -Ana Busto-, como espacio de re-conocimiento
ya no relacionado únicamente con lo tangible sino como
contenedor que puede remetaforizarse bajo conexiones mentales
-Begoña Egurbide-, el cuerpo analizado bajo la
lectura connotada de sexualidad que éste acarrea -Itziar
Okariz- y el cuerpo como contenedor de cuestionamientos
culturales, objeto de un deseo tangible masculino en el que
suele basarse la iconografía tradicional -Paloma Navares-.
Parte del discurso político feminista encuentra en la
utilización y manipulación del cuerpo femenino
por el ojo masculino un espacio en el que hacer visible esa
mirada ajena y transformarla. Así, Ana Navarrete,
nos devuelve y despierta, la mirada por medio de un espejo deformado
que nos aúna a lo arquetípico -mujer-maniquí-,
acentuado por el hecho de tener la autoconciencia bauvariana
de que somos 'nosotras' y no 'las mujeres', de que es preciso
que nos autonombremos; en la misma línea, Carmen Navarrete
nos hacer ser 'voyeur' del 'voyeur', ver al que cree no ser
visto, y nos introduce subrepticiamente en ese espacio de poder
-en este caso un 'peep show'- en el que recontextualiza el significado
de la mujer situada en el centro del escenario al bordar sobre
éste los Diez Mandamientos.
Aquello que queda consensuado como 'lo femenino' es, en ocasiones,
el aditamento, el disfraz, la careta. Estos pedúnculos
artificiales acaban ocultando solapando y convirtiéndose
en una realidad alternativa que conforman las imágenes
de la mujer que analiza Griselda Pollock. Es Orlando que, atrapado
en una ropa, conforma su género. Es la piel falsa de
Victoria Gil que queda ocultada por el maquillaje. Es
sintomático, por ejemplo que, como dice Estrella de Diego,
en el teatro kabuki japonés, el espectador prefiera ver
a los personajes femeninos interpretados por varones precisamente
porque es más artificial y, por tanto, más bello.
Relacionado con el cuerpo se encuentra el arquetipo de la mujer
enferma. La histérica y loca representada por Ofelia
(Marina Núñez), es la mujer que pierde
su estabilidad psíquica al no contar con las necesarias
atenciones de su pareja y que, además, comporta la imagen
de la eterna virgen. La otra cara que presenta es el ideal del
cuerpo de niña en tipos como la 'top model' de los años
60 Twiggi o la Lolita de Nabokov como modelos de belleza que
arrastran problemas graves como la anorexia (Victoria Gil).
Finalmente la aporía sobre la construcción de
la identidad, se expresa en Carmen Gandía en el
desmayo físico tras una identidad perseguida y jamás
alcanzada que se metaforiza en su 'performance' del 'yo-yo';
Eulalia Valldosera presenta un cuerpo que tiene menos
consistencia física que las cosas que lo rodean al ser
traslúcido y segmentado; Ester Mera, en su confusión
consciente entre enfermedad e identidad, presenta ese mismo
cuerpo como algo ajeno y Mercedes Carbonell la sitúa
en las miles de caretas y disfraces que solapan su cuerpo. El
cuerpo como lugar de transformación, similar en esta
artista sevillana a las cuestiones que Martha Wilson expresaba
en Yo maquillo la imagen de mi perfección, yo maquillo
la imagen de mi deformidad (1974), pone en duda el hecho
de poder conseguir siquiera lo que la convención considera
aceptable. Según Catherine Elwes es importante desenmascarar
la máscara, pero ¿y si como plantea Estrella de
Diego, debajo no hay más que otra máscara?.
No deseaba terminar sin un epílogo. En 1997 la crítica
de arte americana Laura Cottingham afirmaba en su introducción
a la exposición Vraiment féminisme et art
que su proyecto, realizado para el Magasin de Grenoble,
"lejos de proponer un estado de las cosas definitivo del
arte y los artistas influidos por el movimiento feminista en
Francia y Estados Unidos, tiene simplemente por misión
acercarse a ciertas obras y a algunas artistas". Sugería
que el análisis del cambio en la tradición plástica
euro-americana por planteamientos tanto formales como conceptuales
provenientes de las teorías feministas estaba aún
por hacer, ya que no existía un verdadero reconocimiento
por parte de la crítica y de la historia del arte de
la crucial influencia de este movimiento. Precisamente, uno
de los primeros teóricos que comenzaron a desenmarañar
la madeja fue Craig Owens al desarrollar las relaciones profundas
que existían entre la crítica feminista de lo
patriarcal y la teoría postmoderna sobre la representación.
Ana Carceller y Helena Cabello, unas de las invitadas a estas
jornadas, presentaron en el EACC el pasado año el proyecto
Zona F -una exploración sobre los espacios habitados
por los discursos feministas en el arte contemporáneo-;
una exposición que reunía obras de Eija-Liisa
Ahtila, Nicole Eisenman, Alicia Framis, Jim Hodges, Jac Leirner,
Sarah Lucas, Yasuma Morimura, Marina Núñez y las
hermanas Jane & Louise Wilson. Tras la reivindicación
de una nueva situación de las mujeres en el arte o muestras
de carácter temático que abordaban cuestiones
femeninas, la exposición de Cabello y Carceller se situaba
de manera arriesgada en arenas movedizas. Zona F ponía
el dedo en la llaga y rompía con los estereotipos que
condenan el pensamiento feminista al ostracismo al obviar las
porosas paredes de las expresiones artísticas actuales
y sus continuas contaminaciones; rechazaban los registros fáciles
que, bajo presunciones interesadas, acusan de gueto al pensamiento
feminista reduciéndolo a la 'problemática de mujeres'.
Se trataba de examinar la autoridad que los feminismos han tenido
al poner en cuestión las tradiciones artísticas
europeas, argumento este último que exuda gran parte
del arte contemporáneo actual. La crítica a la
hegemonía de la pintura y la escultura sobre otros medios
calificados tradicionalmente de artesanales, la prioridad del
universo subjetivo y autobiográfico, la refutación
del mito del genio individual, la concepción de los discursos
como algo abierto y en continua contradicción, el reconocimiento
de que la vida de cualquier individuo se inscribe en un ámbito
político o el desarrollo de nuevas estrategias de la
visualización de la sexualidad, eran algunos de los aspectos
que tocaba Zona F. Una muestra que consideraba que estas
aportaciones "no son propiedad exclusiva de un grupo social
concreto, ya que sus presupuestos están y han estado
al alcance de todos los que han querido aproximarse a ellos".
Mañana les toca hablar a ellas.
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